EXPEDICION AL DESIERTO: COMBATE DE ACOLLARADAS; (16 de marzo de 1833)
                          


Expedición al desierto (1833)

01 Principia la expedición del centro
02 Combate de Acollaradas
03 Un enemigo invencible
04 Fuentes
05 Atículos relacionados

Principia la expedición del centro

Cuando el general Ruiz Huidobro se interna hacia el desierto, al frente de la División del Centro, lleva una doble misión: batir a los indios, para justificar la empresa, y provocar a Francisco Reinafé, para poder ajusticiarlo cuando lo desobedezca. Los hechos son tan evidentes, las características de los personajes tan conocidas y los intereses que defienden tan visibles, que no hay forma de engañarse.

Las fuerzas de Ruiz Huidobro, cuyo principal cuerpo está constituido por los famosos Auxiliares de los Andes, se reúnen con los contingentes que envía la provincia de Córdoba, algo más de 500 hombres bien montados y armados, en el fuerte de San Lorenzo, provincia de San Luis. En este primer encuentro, Ruiz Huidobro, que trae instrucciones de Facundo de no perder oportunidad de llamar al orden a Francisco Reinafé, no puede decir una palabra, porque el gobierno de Córdoba acaba de hacer honor a su palabra.

Antes de formalizar la marcha, Ruiz Huidobro divide su ejército en dos columnas: la primera se denomina "Regimiento de Dragones Voluntarios Confederados de Córdoba", y va a las órdenes del coronel Francisco Reinafé; la otra, la de los "Defensores del Honor Nacional", queda bajo el mando del coronel Lorenzo Barcala; los contingentes de San Luis dependen directamente del comandante Prudencio Torres, con la denominación de "Dragones de la Unión".

Puesta en marcha esta División del Centro, avanza por el desierto con el designio de operar en la región de los ranqueles, sin pensar en las dificultades que van a crearles los elementos de la naturaleza, pues una prolongada sequía acaba de secar los pastos y agotar las lagunas de agua dulce. Tienen que hacer jagüeles desde el mismo día de la partida, porque el ganado no tolera la sed, enflaquece, se detiene, parece enloquecer cuando tiene que tomar agua fuertemente salobre, porque no queda otra.

"Reinafé, más hombre de campo que Ruiz Huidobro, lo consulta sobre si piensa tomar alguna previsión a raíz de la sequía. Ruiz Huidobro se enfurece. Grita que conoce muy bien sus obligaciones. Pero no hace nada. Se concreta a disfrutar el gran tren que lleva. "Parece un mariscal del imperio francés, viaja en galera, con un lujo fastuoso, con grandes equipajes, guardárropa, cocina y servidumbre. Su secretario de entonces, don Francisco Ferreyra, cuenta, como una muestra de ese exagerado refinamiento afeminado, que se cambia de ropa todos los días y que usa pañuelos de batista. Sus comidas son verdaderos banquetes cotidianos. Le sigue su corte de placer: el poeta don Carmen José Domínguez, sanjuanino, el músico Arizaga, porteño, y algunos bufones" -afirma Cárcano.

Van viajando así cuando el jefe del Ejército de la Izquierda les hace llegar un chasqui informándoles que "para la próxima luna los indios tienen preparada y resuelta una invasión sobre las fronteras de Córdoba. La invasión es muy fuerte. Viene engrosada por los indios chilenos corridos por el general Bulnes. Es necesario escarmentarlos".

Otras versiones, especialmente las que traen algunos cautivos que logran evadirse de las tolderías, confirman aquellos informes. Y Ruiz Huidobro no tiene más remedio que olvidar momentáneamente su gran tren de vida, porque desde Soben, donde entonces se encuentran, hasta el Cuero, que ha de ser el punto de destino, hay una larga travesía. Por su propia conveniencia, el jefe de la División desea muchos y muy resonantes triunfos. Pero él no puede manejar las situaciones a su arbitrio, porque detrás suyo, gravitando siempre, está el pensamiento de Facundo. "No olvidar que, en última instancia, el comandante en jefe de las fuerzas militares de la Federación es el brigadier Estanislao López", parecen ser las principales recomendaciones de Facundo. "No perder de vista que él no quiso el mando de «tropas para combatir indios». Ni hacer nada que pueda dar lugar a una intervención de su rival santafesino, con quien sigue disputándose la posesión de Córdoba."

Pero ahora, como quien previene sobre el peligro de la movilización indígena es el propio Rosas, a Ruiz Huidobro no le queda más remedio que proceder. Y procede a tratar de que esta guerra no despierte entusiasmo entre la tropa, ya que sólo ofrece peligro. "No hay comercio para saquear, ni vecinos poderosos a quienes imponerles contribuciones, o pasarlos a saqueo."

Consulta con sus principales subalternos (excluyendo intencionalmente al coronel Reinafé), y en la madrugada del 16 de marzo parte de Soben hacia Leulepe, tratando de evitar la inmensa travesía que se extiende entre el jugar que él ocupa y las aguadas de El Cuero.

Ruiz Huidobro destaca cinco "descubridores" y se pone a la cabeza de sus tropas, seguido por el Estado Mayor, del que tampoco forma parte Reinafé. Cuando llega a Corral de Guerin divisa a veinte indios que lo espían. Hace que carguen sobre ellos y los pone en fuga.

Con el presentimiento de que el enemigo está cerca, el jefe manda que la expedición cambie de caballos, y la marcha prosigue a través de un campo ondulado, cuyas lomas y cuchillas, por su baja altura, permiten divisar cualquier concentración de tropas hasta cerca de la línea del horizonte. De pronto, a lo lejos, sobre el filo de una loma, aparecen 800 jinetes. Son los hombres del cacique Yanquetruz, secundados por los de la Confederación que integran Carragué, Payné, Eglans, Pichún y Calchín.

Ahora Ruiz Huidobro se transforma. Ya no es el "bon viveur", que viaja rodeado de un lujo oriental. Se lo ve tomar sus disposiciones con seguridad, con entereza, aunque es la primera vez que tiene, en forma personal y directa, la responsabilidad de una batalla. Manda que los Defensores al mando de Barcala formen en cuatro al frente de la línea; a la derecha, los Auxiliares del coronel Argañaraz; a la izquierda, los Dragones Confederados de Reinafé. Esta vez, por lo menos, el jefe cordobés no puede ser excluido del reparto de la gloria, ni del de los peligros. Las disposiciones de Ruiz Huidobro son certeras, previsoras, pues la caballería está en columnas cerradas por escuadrones, "con orden de formar en cuadro, en caso necesario, y de modo que aunque hicieran frente por los cuatro frentes, no pudieran ofenderse". Establece también una reserva, con su escolta y los Dragones de San Luis, "colocados en batalla a retaguardia de la línea, para proteger las haciendas".

Antes de que se inicie el combate, Ruiz Huidobro recorre la línea de batalla y se detiene frente al coronel Reinafé, mirando altivamente las tropas cordobesas que aquél manda, sin siquiera saludarlo, como si tratase de recordarle que lo vigila, y quizás hasta que tiene órdenes de ejecutarlo.


JUAN MANUEL DE ROSAS. La ley y el orden El combate de Acollaradas (16 de marzo de 1833)

En medio del extraño y agobiante silencio que suele preceder a las grandes tragedias, a las resoluciones trascendentes, a la conquista de la gloria o a la proximidad de la muerte, la llanura parece estremecerse al escuchar el grito salvaje de 800 guerreros. Son los indios de la Confederación de Yanquetruz que se lanzan a la carga en un desesperado esfuerzo por defender la tierra propia. El ímpetu de esta primera carga es tal, que la caballería de Ruiz Huidobro tiene que echar pie a tierra y formar en cuadro, abriendo un vivo fuego de fusilería. La metralla hace retroceder a los indios, pero Yanquetruz y los otros caciques los vuelven a encabezar para que repitan la carga.

Por un momento todo parece perdido, cuando los cuadros se desorganizan. Los Dragones Confederados de Reinafé llevan la peor parte, a pesar del arrojo de su jefe. En cambio, el Regimiento de Auxiliares de los Andes logra rehacerse, mientras Ruiz Huidobro "seguido de treinta y cinco soldados de su escolta, está en todas partes. Sus ojos lo abarcan todo. No es el simple aventurero afortunado. Su terrible protector no tendrá de qué arrepentirse. La opinión nacional reconoce sus aptitudes y su situación militar quedará consolidada. El asciende como los mariscales de Napoleón, de batalla en batalla".

Se produce un momento de indecisión, después del cual no queda más alternativa que el triunfo definitivo para uno y la derrota total para el otro. En este momento, cuanto los indios vuelven a la carga, el general Ruiz Huidobro manda que el coronel Argañaraz primo hermano de Facundo , cargue con las reservas. Ahora, la suerte está echada: si los indios resisten este envión postrero de los conquistadores, todo está perdido para ellos. Pero la izquierda y el frente de los aborígenes cede.

Queda siempre en peligro, por lo tanto, el ala que defienden los Dragones de Reinafé. Ruiz Huidobro está frente a un dilema. He allí el momento de sacrificar al coronel Reinafé. Pero, ¿cómo? ¿Acaso sacrificar a Reinafé no equivale a sacrificarse él mismo, con toda su gente? Su voz se deja escuchar en medio del entrevero.

- ¡Que los Auxiliares de los Andes carguen para aliviar a los Dragones de Córdoba!

La carga se inicia, pero ya no es necesaria, porque allí va el coronel Francisco Reinafé blandiendo su sable al frente de los Dragones, llevándose por delante todo lo que encuentra, mordiéndose de rabia y sableando salvajes a diestra y siniestra.

Los indios se dispersan en todas direcciones, perseguidos por los Auxiliares de los Andes, los Dragones de Córdoba y los Dragones de San Luis, todos ellos exhaustos, pero animosos.

El combate dura seis horas, durante las cuales se lucha siempre en el mismo sitio, mientras los indios tratan de romper el cuadro que forman las tropas criollas, y éstas de abrirse paso por entre una verdadera muralla de hombres, lanzas y caballos. Es el 16 de marzo de 1833.

Cuando los vencedores recorren el campo, se apoderan de setecientos caballos y ven tendidos sobre el campo 160 indios muertos, entre ellos el cacique Pichún y tres hijos del cacique Yanquetruz. La División del Centro tiene 12 muertos y 22 heridos.

Después del combate vuelan los emisarios hacia San Juan, donde se encuentra Facundo, y hacia Córdoba, en cuya capital los Reinafé esperan nerviosamente. La noticia es buena para ambos, por única y por última vez, pues antes no coinciden sus intereses, ni han de volver a coincidir ya nunca.

Al entrar la noche Ruiz Huidobro manda que aproximen su galera "tapizada de paño rojo, bajo la mirada de Quiroga, cuyo retrato cuelga del testero", y se reúne allí con su "corte de honor". A corta distancia, tendido en el suelo sobre las prendas de su apero, rodeado por los fatigados Dragones de su mando, el coronel Francisco Reinafé mira hacia la galera, mientras parece preguntarse:

"¿Cuándo y cómo tratará de cumplir el general Ruiz Huidobro, la misión que Facundo Quiroga tiene que haberle confiado, para que termine, primero con él y después con sus hermanos?"


Un enemigo invencible: el desierto

Después del tiunfo de Acollaradas, tras un breve descanso, los vencedores se disponen a perseguir a los vencidos. Persecución inútil, porque los indios desaparecen en la profundidad del desierto, rumbo a la zona de Nahuel Huapí. Las partidas exploradoras se separan del grueso del ejército y vuelven a él sin haber encontrado rastros de seres vivientes. Sólo tolderías abandonadas y las huellas de los aborígenes que huyen.

Al segundo día de marcha, cuando la soledad los envuelve por todas partes, los baqueanos cordobeses que lleva el coronel Reinafé le previenen sobre los peligros de aquella travesía.

- El desierto es muy hondo, coronel -le dice uno de ellos.

Reinafé trata de advertir al jefe de la División sobre los riesgos de una internación indiscriminada, pero Ruiz Huidobro elude la consulta. Lo recibe, lo saluda y se excusa.

- Aquí, lo importante es ganar camino.

Reinafé se resigna, mirando "hacia el campo yermo y las arenas flotantes de los médanos". Los baqueanos siguen advirtiendo sobre lo que les espera. Desde la Laguna de la Seña hasta Nahuel Huapí hace dos años que no llueve. No hay árboles, ni pasto, ni aguadas. Solamente guadales y médanos. Viento envuelto en polvo.

A los pocos días de marcha tienen que abrir jagüeles para que los vacunos y yeguarizos no mueran de sed. Pero esto no basta, porque en muchos lugares el agua que encuentran es salobre. Los animales están extenuados; muchos de ellos comienzan a quedar tendidos sobre la marcha.

Tardan siete días en recorrer las cuarenta y tres leguas que los separan de Trapal, mientras Ruiz Huidoro empieza a decirse que después de haber doblegado a los indios, se encuentran frente a un enemigo invencible, el desierto.

En Trapal las cosas no mejoran. Todo lo contrario. Es aquí donde reciben la noticia de que una partida de indios acaba de robarles las 1.300 cabezas de ganado vacuno dejadas en Soben. Ahora también los amenaza el hambre, mientras los baqueanos siguen previniendo sobre los males que les esperan, debido a las desastrosas condiciones en que se encuentra el campo.

A pesar de todo, Ruiz Huidobro ordena proseguir camino, pero dos días después, alarmado él mismo por el precio que empieza a pagar su ejército durante la marcha, resuelve reunir a los comandantes de cuerpo. ¿Qué hacer? "El peligro apaga su orgullo y busca amparo donde quiera que puede encontrarlo."

Acepta las cosas tal cual tiene que enfrentarlas. Plantea el problema en sus verdaderas dimensiones. Habla sin pretender engañar, y sin tratar de engañarse.

- "La situación es angustiosa –dice- Si avanzamos en el rumbo que llevamos, encontraremos obstáculos invencibles. Si retrocedemos quedará perdida la victoria alcanzada, estériles los sacrificios de las provincias y fracasada la gran expedición al desierto por la inconcurrencia de la División del Centro. Los indios prisioneros afirman que Yanquetruz vino dispuesto a retirarse a Copel, triunfase o fuese vencido, mientras que los ranqueles se dirigen al sudeste, donde abundan las aguadas. Yanquetruz, por la dirección que lleva, caerá fatalmente en manos de la División de la Derecha, mientras nosotros cambiamos el derrotero y perseguimos a los ranqueles. Hallar mejores campos, aumentar las probabílidades de éxito, entrar en comunicación con la División de la Izquierda, es mi propósito y mi plan; necesito al respecto la opinión de mis oficiales."

Nadie se atreve a discutir el plan del general, trazado sobre premisas y posibilidades exactas. Lo acatan y piden que se ponga en práctica a la mayor brevedad posible. Inclusive el coronel Francisco Reinafé, que ni siquiera sospecha las consecuencias de esta maniobra.

Ruiz Huidobro dispone que el batallón de Defensores marche a pie y el regimiento de Auxiliares de los Andes montado, con caballo de tiro. Avanzan así dos leguas, al cabo de las cuales la División tiene que hacer alto para descansar, dadas las malas condiciones en que se encuentra la caballada. Por primera vez en toda la marcha, llama a uno de sus oficiales y le pregunta:

- ¿Qué opina el coronel Reinafé de todo esto?

El oficial enmudece, sorprendido, por la actitud reservada de Reinafé que viene llamando la atención de todos.

- Lo ignoro, señor. Nadie le ha escuchado decir una palabra. Al menos, que yo sepa.

De todos modos, Ruiz Huidobro no parece satisfecho. "Le choca este coronel que ostenta aires de gobernador." Por lo demás, sus instrucciones son precisas. Reinafé debe ser colocado ante situaciones que no le permitan rehuir responsabilidades, que lo obliguen a cargar por entero con ellas. Pero mientras sigan en estas condiciones, ¿de qué puede responsabilizar al jefe cordobés, cuando no hace más que estar junto a él, cumpliendo sus órdenes?

Hay que inventar algo, y Ruiz Huidobro lo inventa. Que el coronel Reinafé contramarche con la caballería de que dispone, para reunir y replegar la hacienda sobre la frontera, donde puede estar más segura y en mejores condiciones de conservación. Después, como si esto no le bastase, le dice él mismo:

- Necesito quinientos caballos para proseguir mis movimientos. Su hermano, el gobernador de Córdoba, debe mandarlos.

- Mi general -responde Reinafé-; el gobierno de Córdoba ha cumplido ya sus compromisos.
- ¡Los necesito!
-ruge Ruiz Huidobro, que al fin parece haber encontrado la oportunidad de acorralar al adversario. Pero Reinafé está en guardia y se cubre, dando el brazo a torcer.

- Entendido, señor general. Comunicaré sus deseos al gobernador de Córdoba.

Un instante después el coronel le escribe a su hermano, pidiéndole que cumpla el deseo de Ruiz Huidobro, a cualquier precio. El gobernador atiende el pedido, hace comprar los caballos en Río Cuarto, y los entrega, aunque el que está al frente de este gobierno no es el hermano del coronel Reinafé, sino un delegado de éste.

Desprendido el jefe cordobés de la columna principal, ésta prosigue su marcha, mientras la tropa empieza a sentir los estragos del hambre. "Se come la carne azul de los mancarrones cansados y abandonados en el camino."

De pronto se presenta un nuevo problema. Tan pronto como les es posible hacerlo, los soldados desertan. Nadie es personalmente responsable de lo que ocurre. Pero Ruiz Huidobro necesita encontrar en quien descargarse. ¿No será el propio gobierno de Córdoba quien manda minar la moral de sus tropas? Y sin más ni más envía largas listas de desertores, dando a entender lo que sospecha.

Al recibir la comunicación, los Reinafé, que están en la ciudad, se cubren ordenando al delegado mande publicar un bando, mediante el cual "se pena con doscientos azotes, cualquiera sea el sexo, a quien mantenga en su casa u oculte el paradero de un desertor".


Fuentes:

- Newton, Jorge: Facundo Quiroga. Aventura y leyenda.
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

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Fuente: www.lagazeta.com.ar

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